A veces, uno nunca se imagina lo que será tomar decisiones en la vida de un hijo hasta que te ves en el papel. Nunca pensé que la crianza me traería tantas preguntas sin respuestas claras y, de entre todas, una de las más delicadas fue la de llevar a mi hijo al psicólogo; la sola idea se sentía como abrir una caja de emociones, de dudas y, en cierto modo, de miedos. Pero allí estábamos, ambos sentados en la sala de espera, a punto de cruzar la puerta de algo que no sabíamos bien cómo sería ni a dónde nos llevaría.
Mi hijo, a sus seis años, es un pequeño observador y, como cualquier niño, curioso hasta más no poder. Empezó a mostrar ciertos comportamientos que, en el fondo, me hacían dudar si eran “cosas normales de niños” o si algo más profundo estaba ocurriendo.
Estaba más irritable, se frustraba fácilmente y había noches en las que los terrores nocturnos parecían convertir su descanso en una batalla. A veces, notaba que intentaba evitar ciertos lugares o actividades y aunque intentaba calmarlo, cada vez sentía más la necesidad de comprender mejor lo que estaba sucediendo.
El primer paso: reconocer que es para ayudar, no para “curar”.
Sé que seguramente te estarás preguntando “¿Pero ¿Qué es lo que te ha llevado a tomar la decisión de llevarlo allí?” y la respuesta es un poco más compleja de lo que esperas.
No había una razón concreta: decidir llevarlo al psicólogo fue una mezcla de consejos, información, y un poco de intuición. Había escuchado antes que el apoyo psicológico no era algo que debía relacionarse con “algo malo” en la persona, sino como una ayuda profesional que facilita comprender mejor las situaciones que en casa no sabemos cómo manejar.
Aun así, no era fácil evitar que algunas dudas me asaltaran: ¿Estaría fallando como madre? ¿Qué pensaría él de todo esto?
La figura del psicólogo infantil sigue arrastrando en nuestra sociedad el peso de los prejuicios, y es un temor que, aunque muchas madres compartimos, puede llevarnos a evitar la ayuda que realmente necesitamos. Así que, desde el momento en que decidí tomar el teléfono y pedir esa primera cita, supe que también era una decisión para mí, para mejorar mi propia relación con mi hijo y entenderlo de verdad. Al fin y al cabo, cuando se trata de ayudar a un niño, todos los miedos se hacen pequeños.
La primera consulta: ¿Cómo sería para él?
Ese primer día mi hijo estaba nervioso, y yo también (lógicamente).
Cuando nos llamaron para entrar, él agarró mi mano con fuerza y, aunque lo tranquilizaba diciéndole que estaba allí para ayudarlo, sentía su inquietud. La psicóloga tenía una sonrisa amable y una forma de hablar que rápidamente captó la atención de mi hijo. Lo mejor es que todo en la sala estaba minuciosamente preparado para que él se sintiera en confianza: juguetes, libros y un ambiente cálido que le hizo sentir que estaba en un lugar seguro.
La psicóloga comenzó hablando conmigo. Se interesó en conocer los pequeños detalles que me habían llevado a llevar a mi hijo allí. Su escucha atenta y comprensiva me ayudó a liberar esos temores que llevaba dentro, y me hizo darme cuenta de que muchas veces nosotros mismos, como padres, necesitamos el espacio para compartir nuestras preocupaciones sin sentirnos juzgados. Mientras tanto, mi hijo exploraba el lugar y parecía cada vez más relajado.
Entendiendo el lenguaje de los niños.
Una de las cosas que más me impactó fue el enfoque que utilizó la psicóloga para interactuar con mi hijo. A través de juegos y preguntas sencillas, ella fue creando una conexión con él sin presionarlo. Pronto descubrí que los niños no siempre hablan con palabras; muchas veces, su forma de expresarse es a través del juego y de sus comportamientos.
Observando la dinámica entre mi hijo y la psicóloga, comprendí cuánto podemos aprender de ellos si sabemos cómo prestarles atención, no solo a lo que dicen, sino a cómo lo dicen. Ella no se enfocó en corregir su comportamiento, sino en descifrar lo que realmente quería expresar con esos gestos de enfado o tristeza que yo, hasta ese momento, no lograba entender del todo.
Una de las tareas que propuso fue una de las actividades favoritas de mi hijo: el dibujo.
La psicóloga me explicó que los niños utilizaban a veces ciertas vías como el dibujo o el juego para expresar lo que no veíamos, y entonces entendí muchas cosas; de hecho ¡a mi hijo le encantaba dibujar! Dibujaba sin parar sobre sus aventuras en clase, sus compañeros, sus sueños y sobre nosotros.
Empezamos a ver como mi hijo dibujaba tranquilo y relajado en una mesita infantil y comentamos qué podían significar sus dibujos. Estaba todo su mundo en ellos, y era tarea nuestra descifrar cómo se sentía respecto a él.
El rol del psicólogo como guía, no como “solucionador”.
Poco a poco, entendí que el trabajo del psicólogo infantil no es el de ofrecer soluciones mágicas; se centra en ayudar a los padres a ver las cosas desde otra perspectiva, y en ofrecerles herramientas para afrontar las emociones de sus hijos, así como sus propios sentimientos, como bien saben estos psicólogos de Torrejón de Ardoz.
La psicóloga fue una guía, no solo para mi hijo, sino para mí como madre: nos mostró que muchas veces el origen de ciertos problemas no es lo importante, sino la manera en que respondemos a ellos.
Durante las siguientes sesiones, empecé a notar cambios en mi forma de abordar ciertas situaciones con mi hijo. Con el apoyo de la psicóloga, comencé a utilizar nuevas herramientas de comunicación y a ser más paciente y comprensiva. Además, entendí que, aunque no todos los días serían perfectos, cada uno de estos aprendizajes nos ayudaría a construir una relación más fuerte.
Un proceso de aprendizaje para toda la familia.
Lo que comenzó como una visita “por precaución” al psicólogo, terminó siendo un proceso transformador para nuestra familia. Aprendí que no es suficiente con querer el bienestar de nuestros hijos; también debemos aprender cómo apoyarlos en su desarrollo emocional, y eso a veces implica dejar de lado el orgullo y pedir ayuda.
Al finalizar el proceso, la psicóloga nos compartió algunas estrategias para seguir implementando en casa. Una de ellas fue darle a mi hijo pequeños momentos de libertad en los que pudiera expresar sus emociones sin que yo intentara corregirlo o apresurar una respuesta. También me enseñó la importancia de crear una rutina que lo ayudara a sentirse seguro y tranquilo, especialmente antes de dormir. Lo que para mí era un simple “ritual” antes de ir a la cama, se convirtió en un espacio en el que él encontraba consuelo y estabilidad.
Los resultados que obtuve.
Con el tiempo, pude observar cómo mi hijo empezó a mostrar una mayor confianza en sí mismo. Las crisis de frustración se hicieron cada vez menos intensas, y los terrores nocturnos disminuyeron considerablemente. No fue un cambio de la noche a la mañana, pero sí un progreso que podía ver y sentir. Y lo más importante: él también notó la diferencia y empezó a expresar sus emociones con mayor claridad, algo que jamás hubiera logrado sin el apoyo de un profesional.
A través de esta experiencia, también descubrí una parte de mí que había estado allí siempre, pero que necesitaba desarrollarse más: la paciencia. Aprendí a aceptar que no puedo controlar cada aspecto de la vida de mi hijo, y que está bien pedir ayuda cuando la necesito.
De esta forma, saqué como conclusión que llevar a mi hijo al psicólogo no fue una señal de debilidad, sino un acto de amor y responsabilidad.
La importancia de hablar sobre la salud mental infantil.
Cuando compartí esta experiencia con otros padres y familiares, descubrí que había muchas dudas y miedos alrededor del apoyo psicológico infantil. A veces, los mismos padres podemos ser los que dudamos en abrirnos a estas opciones por el peso de estigmas sociales que asocian el ir al psicólogo con problemas mayores. Pero cada conversación me mostró que la salud mental infantil es algo que merece toda la atención, y que abrir espacios seguros para hablar de ello puede ser de gran ayuda para quienes tienen las mismas inquietudes.
Si algo me dejó esta experiencia es que llevar a un hijo al psicólogo no es algo que deba avergonzarnos ni preocuparnos en exceso ¡Al contrario! Es un recurso que puede aportar más que soluciones puntuales, pues ayuda a crear una base de comprensión y apoyo que fortalecerá los lazos familiares y permitirá que los niños crezcan con una salud emocional sólida.
Hoy en día, veo a mi hijo con una nueva mirada. Sé que, como madre, aún me queda mucho por aprender, y que él, a su manera, también será mi maestro en esta aventura. Esta experiencia me mostró que la crianza es un viaje de descubrimiento, no solo de quienes son nuestros hijos, sino de quiénes somos nosotros como padres.